
Mark Zuckerberg, el dueño de Facebook e Instagram, fue forzado, por la llegada de Donald Trump, a aceptar que todos los días su empresa censuraba contenido para satisfacer las demandas de la ideología woke.
Dejará sin trabajo a los verificadores de contenido que, ahora admite, eliminaban posteos, fotos y videos que nunca debieron haber censurado, pero que lo hacían porque así se los dictaba su corrección política, su preferencia por una ideología que cree que los derechos de las minorías deben estar por encima de las mayorías y, por lo tanto, considera también que criticar incluso esas ideas se convierte en “discurso de odio”.
Para hacer las cosas aún peor, esos censuradores “woke” tienen fuertes opiniones sobre temas más allá de su entendimiento, como el conflicto entre Israel y Palestina, y por lo tanto, en el mejor de los casos, incluso si un contenido crítico de las supuestas “víctimas” no es completamente censurado, sí pueden reducir su visibilidad, hasta el punto en que se vuelve irrelevante.
Y no solo es Facebook e Instagram. En 2016, en pleno auge de la ideología “Woke”, partícipé en un proyecto denominado The Trust Project, una iniciativa financiada por Google que tenía como objetivo “medir” la calidad del periodismo. En ese tiempo critiqué que los demás periodistas intentaran insertar la diversidad racial y de género como un indicador importante para determinar la calidad de las noticias. ¿Eso qué tiene que ver con el método periodístico para determinar la veracidad de una información? Sin embargo, fui minoría. Ese criterio, el de la diversidad racial y de género, es ahora uno de los 8 indicadores para decidir si las noticias son “confiables” o no.
Google nunca ha admitido que The Trust Project forme parte de su algoritmo, pero si paga dinero para promover entre los medios de comunicación esa iniciativa, es porque valida esos criterios. Y tanto Google como YouTube, son propiedad de la misma empresa: Alphabet.
Así que tienen razón los que critican a las redes sociales por ser “woke”. Pero no se equivoquen, los verdaderos enemigos de la libertad no son los ideólogos woke, pues esos van de salida, pierden cada vez más espacios porque fueron demasiado lejos en sus imposiciones. Incluso la juventud estadounidense abandona esas ideas absurdas, de acuerdo con un estudio de The Economist en septiembre pasado que midió el número de casos “woke” de los últimos 24 años, desde la academia hasta la política, y descubrió que están a la baja desde 2021. Claro que Latinoamérica parece ir 10 años atrás en esta tendencia.
Pero el verdadero obstáculo a la libertad de expresión son las cajas negras donde realmente se decide qué puede ser viral y qué nunca lo será: los algoritmos de las redes sociales. Parámetros que los programadores de las empresas como Google y Facebook establecen para que las máquinas, por sí solas, decidan qué debe ser promovido y qué castigado. Y ahí es donde nadie se mete, ni siquiera los gobiernos saben qué contienen los algoritmos.
Bueno, un gobierno sí sabe: China. Obliga a todas las empresas chinas a entregar la información que posean si se les pide. Y esa es la razón por la que los legisladores en Estados Unidos quisieron prohibir a TikTok, propiedad de ByteDance, una de las más grandes empresas chinas. Y por eso también casualmente mis videos sobre China en esa plataforma son bajados, cuando menos temporalmente, si menciono a Xi Jinping, el líder del partido comunista chino.
Sé, por experiencia propia, que hay temas prohibidos para todas las plataformas digitales.
La solución no es involucrar a los gobiernos. No resistirían la tentación de controlar ellos, por razones políticas, los algoritmos de las redes sociales. La solución es fomentar la competencia entre empresas de redes. Que ninguna tenga el poder suficiente en un país para monopolizar las noticias. Y que nunca se les permita coaligarse entre sí para dominar mercados, como hacen Apple y Alphabet, por ejemplo, al establecer Google como el buscador predeterminado en todos sus teléfonos.
El poder lo debemos tener nosotros, los consumidores, de poder cambiar de red social sin temer que, si lo hacemos, desaparecerá nuestra presencia pública ante la dominancia de esa red.
Aunque, debo admitir. Estamos en aguas inexploradas. Nadie sabe exactamente cuál es la mejor manera de regular las redes sociales.
Por lo pronto, lo mejor que podemos hacer es no dejarnos esclavizar por los algoritmos. Ampliar nuestras fuentes de información más allá de las recomendaciones automáticas de plataformas como YouTube e Instagram. Buscar lo que nos interesa desde la visión contraria a nuestras creencias -a veces podemos sorprendernos de lo que no sabíamos- y seguir a los creadores que, aunque no sean virales, demuestren profesionalismo.
La verdad, objetiva, incontrovertible, sí existe. Sólo hay que seguir a las personas adecuadas. Nunca a una sola, y sacar, después de contrastar entre esas fuentes, nuestras propias conclusiones.